Con amplitud, pero también con estrategia
A LA BÚSQUEDA DE UN NUEVO ENCUENTRO ENTRE FEMINISMO Y SOCIALISMO
Andrea D´Atri
“Quien es socialista y no es feminista, carece de amplitud. Pero quien es feminista y no es socialista, carece de estrategia.”
Louise Kneeland
La crisis internacional que se desató hace sólo un año traerá –a pesar de las fluctuaciones, las recuperaciones parciales que se prevén en la coyuntura y las predicciones más optimistas- menor crecimiento económico para América Latina y Caribe, con la consecuente alza de los índices de desocupación, mayor contracción comercial y déficit fiscal. No es el pronóstico de ninguna amiga del catastrofismo, sino las explicaciones de la Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, Alicia Bárcena, que auguró, para lo inmediato, una caída de las remesas que recibe la región de hasta un 10% y una reducción de las inversiones extranjeras directas de hasta un 45%.
Pero los números no son suficientes para captar la intensidad del impacto: la misma especialista advirtió que “la recuperación de los índices sociales generalmente toma el doble de tiempo que la de los índices económicos, tal como sucedió durante la crisis de los años 1980, cuando los indicadores sociales tardaron veinticuatro años en llegar a los niveles previos a la crisis y los económicos, doce.”[1]
Aún cuando las economías regionales hayan llegado a este escenario de crisis mundial provistas de una relativa fortaleza, ésta sólo alcanzará a morigerar los efectos de una situación a la que el capitalismo no asistía probablemente desde la Gran Depresión de la década del ’30 o desde la llamada crisis del petróleo de mediados de la década del ’70 y que dio paso a la contraofensiva mundial reaganiano-thatcheriana. Por eso, a pesar de que la coyuntura parezca favorable, ya es un hecho que llegó a su fin el ciclo de crecimiento económico que benefició a las economías regionales entre el 2003 y el 2008, basado en la bonanza excepcional que experimentaron los precios internacionales de materias primas y commodities. Mucho más aún, si hablamos de México o los países de Centroamérica en estrecha conexión con la economía norteamericana, donde la crisis golpeó más duramente que en aquellos otros que atenuaron sus efectos con el “colchón” proporcionado por el crecimiento del último lustro que, a su vez, permitió una relativa estabilidad política de los gobiernos post-neoliberales de la región.
¿Pero por qué empezar hablando de la crisis económica si se trata de discurrir sobre feminismo? Porque aún los pronósticos más optimistas incluyen la perspectiva de que, en un plazo no muy largo, en el planeta habrá veinte nuevos millones de personas desocupadas y otros doscientos millones pasarán a vivir en la extrema pobreza. El Banco Mundial estima que ya cincuenta millones de personas han caído en esta situación. Pero, como sabemos, ese impacto de la crisis no es ni será igual para todos: la mayoría de esas personas son y serán mujeres. El capitalismo es un sistema monstruosamente obsceno: los doscientos hombres más ricos del mundo poseen lo mismo que los dos mil quinientos millones de personas más pobres, entre quienes el 80% son mujeres y niñas.
Imposible referirnos al feminismo, entonces, haciendo caso omiso de este dramático telón de fondo de nuestro debate, que involucra –o mejor es decir que debería hacerlo-, las presentes y futuras condiciones de existencia de las grandes mayorías de las mujeres del mundo. Máxime cuando, en el feminismo, se confirma la tendencia, ya descrita por la feminista Francesca Gargallo, a la división “entre una fuerza minoritaria de crítica política, organizada en pequeños grupos muy activos y dispersos (sólo a veces en diálogo entre sí), diversas individualidades en fuga hacia organizaciones políticas y sociales mixtas y una macro-organización de ‘especialistas en temas de género’ –relacionada con los gobiernos del área y las instituciones supranacionales, sin ninguna crítica estructural al sistema de expoliación económica y ambiental...”[2]
Parafraseando sus propios interrogantes, podríamos preguntarnos entonces, ¿“qué movimiento feminista, entendido como movimiento político de liberación del conjunto de las mujeres” es posible seguir impulsando con esta colosal transformación económica, social y política en ciernes que implica, entre otras cosas, una mayor pauperización de las masas femeninas, la crisis de la denominada “cooperación internacional” gestionada durante las últimas dos décadas por las expertas, para la implementación de una agenda asistencial altamente despolitizada y, por otra parte, el riesgo de aislamiento de los pequeños grupos activistas, hegemonizados por mujeres de los sectores medios ilustrados de nuestro continente, centrados en disputas ensimismadas de sentidos político-culturales?
La victoria pírrica de la institucionalización
La feminista Denise Paiewonsky escribía “... soy una dinosauria de una época ‘superada’, cuando el feminismo era subversivo y transgresor, y estaba por definición enfrentado a los poderes establecidos. Mi mentalidad política, que, arrogantemente, siempre creí de vanguardia, se me ha vuelto obsoleta. En la resaca de la década maldita las prioridades parecen ser los proyectos costosos, las grandes conferencias, los convenios aquellos de las igualdades formales que nuestro representante en las Naciones Unidas firma con el mayor descaro para que el Estado luego ignore con el mayor cinismo.”[3]
Descaro y cinismo… es verdad. Porque, aunque suene paradójico, durante el período de mayor contraofensiva imperialista contra las masas, sus organizaciones y las conquistas heredadas de décadas anteriores, la agenda feminista se convirtió, en gran medida, en política pública de los Estados, los gobiernos y organizaciones interestatales, incluyendo los organismos financieros.
El feminismo, como movimiento radical setentista protagonizado por las mujeres en lucha por su emancipación, tuvo el mérito de imponer sentidos, alcanzando legitimidad entre públicos más amplios; pero esta legitimidad también fue a costa de reconvertirse, en gran medida, en una plétora de organizaciones no gubernamentales, perdiendo su filo más subversivo, pero provistas de las herramientas y el personal idóneo para hacer frente a las consecuencias que los mismos planes neoliberales trajeron aparejados para las mujeres. Reconocimiento a cambio de integración, legalidad a cambio del abandono de la radicalidad anterior. “Veinte años después de las iniciales movilizaciones de esta ‘segunda ola’ del feminismo, desde el Papa hasta los presidentes de las naciones latinoamericanas reconocen verbalmente la importancia de los derechos de las mujeres, y hasta el Banco Mundial apela a invertir en ellas, desde una visión funcional y eficientista, con el argumento de superar la condición de la mujer para aportar al Desarrollo. ¿Cuán subversivo puede ser ahora un discurso sobre las mujeres? El impacto inicial y agitativo del feminismo se ha diluido, permeando algunas conciencias, aunque perdure aún –y no tenga lugar- una nostalgia por ‘las movilizaciones callejeras’ y por el escándalo que se creaba, veinte años atrás, por las manifestaciones de las feministas: el mensaje fue decodificado, el discurso engullido aunque sin sus aristas más incómodas- y los ‘grandes temas’, olvidados o en el mejor de los casos, tecnificados.”, señala la feminista peruana Maruja Barrig. [4]
Al mismo tiempo que, en lo superficial, el feminismo parecía convertirse en sentido común, reconvertido en un movimiento centrado en la consecución de la “igualdad de género”, se lo despojaba de su anterior radicalidad, destripando sus demandas en mínimos programas parcializados, ajustados a los sectores que requerían de su asistencia. Para muchas mujeres, este cierto “feminismo” se convirtió, entonces, también en una salida laboral o carrera profesional, en tanto sus conocimientos adquiridos permitieron que pudieran presentarse como mediadoras entre las agencias de financiamiento y los sectores de mujeres que eran destinatarias de estos aportes reconvertidos en programas sociales. Es lo que Sonia Álvarez denomina “identidad híbrida”: los espacios del movimiento se confundían y amalgamaban con los centros de trabajo.[5] Se “profesionalizó la causa”, que antes había sido motivo de debates políticos y movilización, transformándose en objeto de organización, planeamiento y cabildeo en políticas públicas.[6]
El clima resultante fue la desmovilización y despolitización del movimiento. El retroceso se caracterizaba, según las elaboraciones colectivas de ATEM, por la escasez de espacios de debate y decisiones; el retroceso en la articulación de acciones y actividades de denuncia; la consecución de reformas legales a través del lobby, como objetivo casi exclusivo; la reducción del espacio público al espacio institucional; la “juridización” del lenguaje y de las propuestas; el énfasis en la inclusión de la perspectiva de género en las instituciones nacionales, institucionales y los organismos financieros, en lugar de la crítica a estas instituciones; la fragmentación y privatización del movimiento; el escaso y moderado cuestionamiento del poder; la falta de posicionamientos públicos críticos.[7] Se exigía eficiencia, transparencia y resultados. “La denuncia y el discurso inflamado eran insuficientes, en los 90's había que saber responder al reto del ‘cómo hacerlo’. En los 90's las ONGs de mujeres y/o feministas comenzaron a ser lo que siempre fueron: un centro de trabajo. Fue necesario contar con instrumentos que permitieran rendir cuentas, a la sociedad y a las agencias donantes, de resultados tangibles, de procesos de planificación de actividades, de normas laborales internas en las organizaciones y, ciertamente, del perfilamiento de estructuras jerárquicas en su interior.”, señala nuevamente Maruja Barrig.[8]
Mucho ha sido escrito por las feministas sobre este proceso; mucho ha sido lo debatido y muchas las crisis y rupturas que provocó en el movimiento feminista, especialmente en América Latina. En tanto, a lo que hemos asistido, bajo la égida de los proyectos para el desarrollo, ha sido al crecimiento de una fenomenal desigualdad que, al tiempo que se promovía un “feminismo de los derechos”, descargaba sobre millones de mujeres las consecuencias más nefastas del ataque en regla a las masas del continente.
Aumentó velozmente lo que ha dado en llamarse la “feminización de la fuerza de trabajo”, especialmente en América Latina, donde la creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral fue a costa de una mayor precarización, con las peores condiciones y sin derecho a organizarse. En las tres mil zonas francas que hay en el mundo –donde los empresarios pueden llenar sus bolsillos sin pagar impuestos- trabajan más de cuarenta millones de personas, sin ningún derecho; pero el 80% son mujeres que tienen entre catorce y veintiocho años. Los antiguos vejámenes se transformaron en ingentes “negocios” durante el mismo período: la apertura de las fronteras para el comercio internacional, los paraísos fiscales, la concentración de mujeres jóvenes desarraigadas en enormes ciudades-factorías de fronteras, el crecimiento del tráfico de drogas y la corrupción permitieron que el tráfico de mujeres para snuff, pornografía, esclavismo sexual y prostitución se transformara en una colosal industria que alcanza a cuatro millones de mujeres y dos millones de niñas y niños cada año, produciendo una ganancia de treinta y dos mil millones de dólares para los proxenetas (entre cuyas redes, no está demás aclarar que, siempre se encuentran políticos, empresarios, fuerzas represivas, funcionarios judiciales, religiosos, etc.). ¿Y qué hay para decir de los denominados derechos sexuales y reproductivos propiciados durante esta etapa? Como señalaba recientemente en el Iº Coloquio de Pensamiento y Praxis Feminista realizado en Buenos Aires, “en decenas de países existen derechos sexuales y reproductivos, se respeta legalmente la diversidad sexual y se ha despenalizado el aborto. Podría decirse que hemos avanzado enormemente, siempre y cuando hagamos la salvedad de que medio millón de nuestras hermanas muere, cada año, por complicaciones en el embarazo o el parto, algo que, a esta altura del desarrollo científico y médico, debería ser perfectamente evitable. Sí, trágicamente, un simple cálculo arroja que, cada cinco años, se produce la misma cantidad de muertes de mujeres que las que se provocaron en los cinco años que duró el exterminio nazi en Auschwitz. Cada cinco años, se repite un campo de concentración de Auschwitz para las mujeres más pobres del planeta.”[9] El cuerpo de las mujeres no sólo es objeto de la esclavitud sexual, la prostitución y la pornografía, también es un campo propicio para una rentable especulación científica (vientres de alquiler, experimentaciones en reproducción asistida, etc.) y una más que rentable mercancía para el consumo, goce y disfrute de los otros: la creciente penetración de los medios masivos de comunicación e internet, la cultura de la imagen, el desarrollo de las posibilidades quirúrgicas, transformaron al cuerpo de las mujeres –especialmente en las grandes metrópolis del continente- en un producto dispuesto para la venta, al tiempo que a las mismas mujeres se las reduce a meras consumidoras de esas mercancías que le permiten soñar con transformarse en el estereotipo imposible de alcanzar.
La crisis económica en puerta, a la que hacíamos referencia al comienzo, ahora también profundizará aún más la crisis alimentaria que ya, con el aumento desorbitado de los precios de los alimentos de los últimos dos años, eleva a novecientos cincuenta millones la cifra de personas desnutridas en el mundo, mientras los grandes pulpos multinacionales introducen los cultivos transgénicos, talando bosques, agotando la fertilidad del suelo, propagando el uso de plaguicidas tóxicos y condenando a la extinción a las especies animales. Pero con la crisis, además, se reducirán las supuestas “ayudas humanitarias” con que los países imperialistas intentan paliar las catástrofes que, el mismo capitalismo provoca con su depredación de los recursos naturales y del medio ambiente: inundaciones, sequías y otros desastres que afectarán fundamentalmente a los más pobres entre los pobres, con sus secuelas de enfermedades, pérdida de viviendas, falta de alimentos y muertes. Y también se reducirán los presupuestos para salud, educación y otros servicios sociales, haciendo recaer sobre la ya fatigosa doble jornada de trabajo de las mujeres, más tareas para la reproducción de la vida.[10]
“Pronto nos veremos obligados a dar la espalda a uno de los grupos más vulnerables del mundo”, afirmó Jane Cocking, Directora Humanitaria de Oxfam, refiriéndose a más de un millón de víctimas de los enfrentamientos en el valle de Swat, en Pakistán. En el mismo comunicado se plantea que el “plan humanitario” de la ONU destinado a este conflicto, de quinientos cuarenta y tres millones de dólares, sólo ha podido recaudar para este año en curso, ciento treinta y ocho millones: un déficit del 75% que provoca que, de las cincuenta y dos organizaciones que solicitan fondos a la ONU, haya treinta que aún no han recibido nada. En África, UNICEF prevé que la recesión global aumentará las espantosas cifras ya habituales de muertes de bebés y niños, obligando, además, a que más menores abandonen la escuela. “De cada mil bebés africanos, ochenta y nueve mueren en su primer año de vida, comparado con sólo cinco por cada mil en los países industrializados”, señala el informe.[11]
No contamos aún con datos sobre la región, sin embargo, todo indica que la crisis ya tiene como consecuencia la caída de los recursos de la llamada “cooperación internacional”, lo que aumenta aún más la competencia entre las organizaciones sociales por ser las beneficiarias de su adjudicación.
Al tiempo en que la lucha de las mujeres por su emancipación y la denuncia de su situación de desigualdad, de opresión e ignominia alcanzan una inmensa popularidad y aceptación, esta misma situación encuentra nuevas y más brutales formas de manifestarse. El supuesto camino “realista”, transitado de manera gradual y evolutiva, para la consecución de la igualdad o, incluso, de metas mucho más modestas y prosaicas en la búsqueda de mejorías para las condiciones de vida de las mujeres, es lo que, finalmente, se devela como lo verdaderamente utópico en los estrechos y asfixiantes marcos de las democracias capitalistas del continente.
En Argentina, esto ya quedó al desnudo durante la crisis que estalló en diciembre de 2001, en la que el país entró en default. Ni siquiera la recuperación favorecida por los precios internacionales, que acompañó las presidencias sucesivas de Néstor y Cristina Kirchner fueron beneficiosas para el conjunto de las masas trabajadoras: las grandes empresas multiplicaron sus millonarias ganancias, pero la reducción de algunos puntos porcentuales del índice de desocupación se debió a la creación de puestos de trabajo altamente precarizados. Mientras tanto, aumentaron los ritmos de explotación y los salarios nunca alcanzaron el nivel que habían tenido antes de la devaluación.
El “doble discurso” de los gobiernos kirchneristas que se embanderaron con la defensa de los derechos humanos causó el efecto buscado durante los primeros años. Pero ya bajo la presidencia de Cristina Kirchner quedó más en evidencia que se trataba de un mero golpe de efecto: más de 600 mujeres jóvenes reportan como desaparecidas en los últimos años, secuestradas por redes de trata y prostitución; más de 400 mujeres trabajadoras y de los sectores populares mueren, cada año, por las consecuencias de los abortos clandestinos, mientras el ministro de Salud es conocido por su compromiso con los sectores clericales. Finalmente, los “derechos humanos” del kirchnerismo terminaron por mostrarse como una verdadera farsa ante los ojos de las amplias masas cuando la policía montada y la infantería reprimieron brutalmente a centenares de obreras y obreros que reclamaban por sus derechos en una huelga que enfrentó, por más de cuarenta días, a la empresa Kraft-Foods, la multinacional norteamericana más grande de la industria alimenticia a nivel mundial.
Ya frente a la crisis de 2001 habían emergido nuevos grupos de jóvenes feministas que buscaron, a través de la autonomía y sacando lecciones de la institucionalización del feminismo que las había precedido, acercarse y establecer vínculos con los nuevos movimientos sociales que entraron en la escena política nacional: fábricas tomadas por sus trabajadores y trabajadoras, movimientos de desocupados y desocupadas, asambleas vecinales… Todo aquello quedó –en su mayoría- entrampado, luego, por el “discreto encanto” del kirchnerismo, que llevó a la desmovilización y a una nueva parálisis de los reclamos pendientes; con excepción del sector que emergió también como producto de este período y que forjó un movimiento más amplio de jóvenes estudiantes, trabajadoras, artistas, amas de casa de alianza entre mujeres independientes y militantes de la izquierda socialista.[12]
¿Autonomía o individualismo?
Mientras la institucionalización de los movimientos sociales –incluido el feminismo- devino directamente funcional para la amortiguación de los efectos devastadores de los planes neoliberales, a través de proyectos gestionados bajo la supuesta “transparencia” que las iniciativas privadas parecían tener frente a Estados y gobiernos corruptos, también marginó –y empujó a la automarginación- a los grupos y corrientes feministas que resistieron a esta tendencia general.
En tanto la mayoría del feminismo se inclinó por una perspectiva reformista, desarrollada en el marco institucional diseñado internacionalmente bajo la égida de la ONU; una minoría –y no por ello, menos diaspórica- se alejó de la disputa por el poder del Estado, obligada a relegarse y auto-relegándose en la creación de “contracultura” y “contravalores” opuestos a los imperantes.
Lo que era una sana reacción contra la institucionalización que había absorbido las aristas más revulsivas del movimiento feminista, se convertía prontamente en una traba para el establecimiento de grupos militantes, activos, dispuestos a avanzar en la construcción de un movimiento de mujeres verdaderamente masivo, donde los reclamos readquirieran el eslabonamiento que los unía con el necesario planteo de una transformación radical de la sociedad capitalista. Los grupos iniciales de concientización, despojados de cualquier estructura de organización estable, se encontraron con las propias dificultades que estas formas les imponían cuando intentaban proponerse alguna acción que avanzara a partir de las conclusiones extraídas de este vital ejercicio de autoconciencia.
La modificación de las tareas y objetivos, sin alterar las formas organizativas más bien laxas e inestables, llevaron a callejones sin salidas a múltiples grupos que guardaban las mejores intenciones. Si se renegaba de convertirse en una pequeña empresa de servicios asistenciales –como lo eran la mayoría de las organizaciones no gubernamentales, con sus presupuestos, su rendición de cuentas y hasta sus propias gerenciadoras y empleadas-,[13] en el camino se iban forjando liderazgos “naturales”, autoridades no elegidas por nadie que se basaban en el manejo de la información, en los vínculos personales desarrollados entre algunas integrantes del grupo, etc. Esto sólo podía propiciar, como en cualquier otro grupo humano establecido desde estas pautas, la confusión entre los aspectos más subjetivos de los vínculos de sus integrantes, con los objetivos políticos e ideológicos en las que todas podían acordar, inicialmente. La negativa al establecimiento de estructuras flexibles y democráticas en pos de carecer de estructuras –como si toda forma organizativa fuera, por esencia, jerárquica y autoritaria- propició, finalmente, el establecimiento de estructuras informales mucho más perjudiciales para el desarrollo armónico de los grupos y sus posibilidades de expansión e intervención en la realidad, además de favorecer el conocido “sistema de estrellas” que actúan como portavoces del grupo en su conjunto, ayudando a la aparición de resentimientos y enemistades. Como señalaba, ya hace décadas, Jo Freeman en su conocido artículo “La tiranía de la falta de estructuras”, “es esta estructura informal, especialmente en los grupos no estructurados, la que crea las bases para el desarrollo de élites.”[14]
La impotencia, la frustración, el sectarismo y la fatigosa y permanente fragmentación fueron las consecuencias inevitables para una generación del feminismo, como sucede con todo grupo reducido en los márgenes a contracorriente. Eso obliga a un replanteo permanente de los aciertos y errores, a una búsqueda y profundización de perspectivas teóricas y praxis diversas y discontinuadas. De esas crisis han surgido y siguen surgiendo nuevas elaboraciones productivas, aportes reflexivos, nuevas alianzas; pero lamentablemente, se trata más de una sumatoria de individualidades desperdigadas por el continente y de sus fructíferos intercambios, que de un verdadero movimiento con ansias de masificación.
En Argentina, como ya lo señalamos anteriormente, la explosión de la crisis económica, social y política de finales de 2001, revitalizó a los grupos feministas autonomistas preexistentes y a la formación de otros nuevos, integrados en su mayoría por jóvenes estudiantes universitarias. Luego, el impasse causado por depositar expectativas en los gobiernos kirchneristas, condujo a cierta parálisis de la actividad de estos grupos que volvieron a revitalizarse recién en el periodo más reciente, ante la evidente desazón que causada por la falta de políticas a favor de los derechos de las mujeres de parte del Estado y el gobierno.
Lo que ha permanecido, desde hace casi un cuarto de siglo, han sido los Encuentros Nacionales de Mujeres, que algunas pocas feministas han puesto en pie a poco tiempo de la caída de la dictadura militar y que luego lograron reunir hasta quince mil mujeres en algunas ocasiones. Sin embargo, estos encuentros fueron perdiendo las características iniciales: con una división de las participantes en talleres temáticos que imposibilitan visualizar y discutir globalmente sobre el sistema patriarcal y la alianza establecida entre la opresión de las mujeres y el sistema de explotación de clases y, además, con un sistema de debate que impide dirimir las diferencias democráticamente (es decir, señalando con claridad las posiciones mayoritarias y minoritarias, especialmente en temas álgidos como el derecho al aborto, entre otros), obligando al consenso aún con fuertes minorías fundamentalistas enviadas y adoctrinadas por las jerarquías eclesiásticas, los encuentros fueron perdiendo vitalidad y rebeldía. En última instancia, se convirtieron en una “válvula de escape” para la situación de opresión de las mujeres y la justa bronca que ésta genera, pero que luego de la “catarsis” anual no permite establecer una continuidad organizativa y de lucha entre estas miles de mujeres durante el resto del año, hasta el siguiente encuentro, del mismo modo que impide asestarle una “derrota política” categórica a las minorías fundamentalistas reaccionarias que agreden no sólo verbalmente, sino también físicamente a las mujeres lesbianas, feministas y activistas de izquierda en estos encuentros.
Aquí, la “falta de estructuras” se traduce en el control casi exclusivo de las comisiones organizadoras de los encuentros por una de las corrientes partidarias populistas más “jerárquicamente estructurada” que, mientras se muestra fanática de mantener el “espíritu de consenso” de los Encuentros Nacionales de Mujeres, opera en beneficio de su propia línea política de alianzas con sectores de la burguesía, del ejército y la Iglesia.[15] Esto ha llevado a una disminución notoria de la participación de mujeres independientes en los encuentros, incluso, a una escasa participación en los talleres de las mismas mujeres que concurren cada año, pero muchas de las cuales optan por intervenir en actividades paralelas y alternativas más novedosas y creativas (charlas, performances, radios abiertas, proyecciones, fiestas, etc.).
Para las mujeres también, socialismo o barbarie
En tanto, no hace falta remontarse a la Revolución Francesa de 1789 o a la Revolución Rusa de 1917 para demostrar que frente a los grandes cataclismos sociales, políticos y económicos, las mujeres siguen siendo los destacamentos de vanguardia que enfrentan las crisis y las nefastas consecuencias que ellas entrañan para la vida cotidiana de las masas. Ya hemos visto luchar a las mujeres del altiplano boliviano en la Guerra del Agua; a las mujeres oaxaqueñas tomar literalmente el poder de la comuna, organizando la resistencia desde los medios de comunicación bajo su control; las mujeres desocupadas de Argentina cortaron las rutas una y mil veces reclamando trabajo genuino y las trabajadoras de la textil Brukman pusieron a producir la empresa bajo control obrero, resistiendo el desalojo y la represión, en plena crisis nacional. Recientemente, asistimos a la explosión de la bronca de las mujeres más explotadas de la industria, las obreras de la alimentación que desataron una huelga sin precedentes reclamando medidas de prevención e higiene ante la pandemia de gripe A, como lo señalamos más arriba.
Hoy son las feministas y mujeres en resistencia de Honduras las que están al frente de las movilizaciones contra el golpe de Estado perpetrado por el empresariado nacional en alianza con el imperialismo norteamericano y todas las instituciones del régimen, incluyendo a la Iglesia. En las colonias más pobres de Tegucigalpa, son las mujeres las que organizan el territorio y a la comunidad para resistir la represión del ejército y los sicarios. Las mujeres campesinas y de los pueblos originarios estuvieron en las carreteras y puentes, bloqueando las ciudades durante los días más aciagos de la resistencia y es por ello que han sido víctimas de las más atroces torturas, abusos y violaciones por parte de las fuerzas represivas del Estado.
En esos nuevos ímpetus de millones de mujeres trabajadoras y de los sectores populares radican las fuerzas de las que dependerá el futuro del movimiento de mujeres de América Latina. Las feministas que sueñen aún con una sociedad liberada de toda forma de opresión, aquellas cuyas ansias de emancipación sigan intactas no sólo no pueden darle la espalda a estos sectores de millones de mujeres del continente que emergieron a la vida política en los últimos años, sino que tienen el deber de dirigirse hacia ellas, de nutrirse de sus luchas y colaborar con sus triunfos.
Proponerse la tarea de construir un movimiento de mujeres que se sostenga en la independencia política del Estado, de su régimen y sus instituciones; que se fortalezca en las luchas, arrancando todos los derechos que nos sean posibles y las mejores condiciones de existencia que pueda ofrecer este sistema de podredumbre y sometimiento, al tiempo en que socavamos sus cimientos preparándonos para asestarle nuestro golpe definitivo y comenzar, entonces, la construcción de una sociedad liberada, definitivamente, de todas las formas de explotación y opresión que hoy pesan sobre la inmensa mayoría de la humanidad, pero doblemente sobre la vida y los cuerpos de las mujeres.
El capitalismo sólo reserva más barbarie para las masas, devastación y muerte para el planeta que habitamos. Para la inmensa mayoría de las mujeres del mundo, las crisis recurrentes del sistema capitalista no pueden aparejar otra cosa que más muertes, más explotación, más esclavismo, menos derechos… Quienes se consideren verdaderamente socialistas revolucionarios no pueden sentirse ajenos a esta realidad que afecta especialmente a las mujeres. Quienes se consideran feministas y honestamente anhelan aun la emancipación de las mujeres de todas las formas de opresión, están llamadas a reflexionar sobre las estrategias que nos han conducido a los callejones sin salida de la cooptación o la marginalidad. Como ha sucedido otras veces en la historia, confiamos en que serán nuevamente las mujeres más explotadas y oprimidas de nuestro continente las que impulsarán el surgimiento de un nuevo feminismo socialista que aún espera ver la luz.
Entre Buenos Aires y Tegucigalpa, octubre 2009
[1] “Crisis dejará secuelas perdurables en la economía real de América Latina”, presentación de Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de CEPAL del Seminario El impacto “real” de la crisis económica global: una visión desde América Latina y el Caribe, 6 de agosto 2009.
[2] Francesca Gargallo, Ideas Feministas Latinoamericanas, Ed. El Perro y la Rana, Caracas, 2006, pág 13.
[3] Denise Paiewonsky, “De crisis personales y políticas cavilaciones de una feminista abatida”,
[4] Maruja Barriga, “Los malestares del feminismo latinoamericano”
[5] Sonia Alvarez, "Advocating feminism: The Latin American Feminist NGO "Boom", Sonia Alvarez, Universidad de California en Santa Cruz, 1998, citado por Maruja Barrig en op.cit.
[6] "Legado Feminista y ONGs de Mujeres: notas preliminares" de María Luiza Heilborn & Angela Arruda, en Género y Desarrollo Institucional en ONGs, IBAM/ Instituto de la Mujer de España, Rio de Janeiro 1995, citado por Maruja Barrig en op.cit.
[7] Magui Bellotti, “¿Existe el movimiento feminista?”, Revista Brujas Nro. 29, ATEM, Bs. As., 2002.
[8] Maruja Barrig, op.cit.
[9] Andrea D’Atri, “El feminismo y la crisis mundial. La encrucijada de las mujeres: socialismo o barbarie”, ponencia presentada en Primer Coloquio Latinoamericano “Pensamiento y Praxis Feminista”, GLEFAS, Bs. As., 24 al 27 de junio 2009.
[10] Parte de estas palabras fueron pronunciadas por la autora en su discurso durante el acto del Día Internacional de la Mujer, organizado por la agrupación Pan y Rosas en Buenos Aires, 8 de marzo de 2009. Ver
[11] “UNICEF: Recesión global matará a más niños africanos”,
[12] Nos referimos fundamentalmente a la agrupación de mujeres Pan y Rosas que fue la única que –surgiendo en este período- siguió creciendo hasta la actualidad en que reúne a más de mil mujeres en veinticinco localidades del país. En Pan y Rosas participan mujeres independientes y militantes del Partido de Trabajadores Socialistas. También, con el desarrollo de los movimientos de desocupadas y desocupados durante la explosión de la crisis, emergió la agrupación Plenario de Trabajadoras, que cuenta mayoritariamente con la participación de mujeres desocupadas. Estas agrupaciones vinculadas con partidos de izquierda hoy alcanzaron un protagonismo indiscutible en las luchas de las mujeres por sus derechos, en alianzas y también debates con los grupos feministas anticapitalistas y autonomistas.
[13] No sólo la oenegización fue el camino de la institucionalización. El movimiento autonomista que propició aquello de “hacer la revolución sin tomar el poder”, en determinadas ocasiones, ha conseguido tomar el poder sin hacer ninguna revolución. Sin ir más lejos, el vicepresidente de Bolivia es un ejemplo de lo que mencionamos, como también un cierto número de representantes de organizaciones de los movimientos de desocupados de Argentina (conocidos como “piqueteros”) que cambiaron las rutas y las calles por los despachos de gobierno durante la presidencia de Néstor Kirchner.
[14] Jo Freeman, “La tiranía de la falta de estructuras”,
[15] Nos referimos a la corriente maoísta Partido Comunista Revolucionario, la que en la década del ’70 apoyó al gobierno bajo el cual actuaba el grupo derechista parapolicial conocido como Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). En 1989 apoyó la campaña presidencial de Menem, quien fue el que terminó de imponer los planes neoliberales en el país, con la privatización de todas las empresas de servicios públicos y los despidos masivos que llevaron a un índice de desocupación sin precedentes. Más tarde, apoyaron la rebelión de sectores militares nacionalistas conocidos como “carapintadas” y a los sectores patronales del agro durante el enfrentamiento que éstos tuvieron con el gobierno de Cristina Kirchner por las retenciones a las exportaciones. Y, en toda ocasión, evitan el enfrentamiento con la Iglesia Católica que, en nuestro país, no sólo ha sido cómplice y partícipe de la dictadura militar sino que es la principal institución lobbista en contra de los derechos de las mujeres.
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Publicado en la revista del Centro de Estudios de la Mujer de la Universidad Central de Venezuela, noviembre 2009