Postmodernidad, postmarxismo, postfeminismo
“¿Existe otro punto de partida normativo para la teoría feminista que no requiera la reconstrucción o la puesta bajo la luz de un sujeto femenino que no puede representar, y mucho menos emancipar, el conjunto de seres corpóreos que se encuentran en la posición cultural de mujeres?”
Judith Butler
ANDREA D´ATRI
Los ’90: Oenegización y tecnocracia de género
La década del ’90 comenzó con la derrota de Irak en la Primera Guerra del Golfo, en manos de una enorme coalición militar de potencias imperialistas, lo que a su vez permitió redoblar el ataque sobre el resto del mundo semicolonial. Se profundizaron la “apertura” de las economías a los monopolios internacionales y la transformación de países como el nuestro en “mercados emergentes” que sirvieron sólo para la rápida “emergencia” de capitales “golondrinas”.
Ante semejante expoliación imperialista, los organismos financieros internacionales percibieron lo ineludible: el ataque despertaría, probablemente, la respuesta de quienes lo perdieron todo. La “gobernabilidad” fue entonces el nombre que los tecnócratas encontraron para el problema que se avecinaba. La gobernabilidad que podría traducirse como el conjunto de condiciones necesarias para sostener el proceso de reformas evitando la irrupción de los movimientos de masas y que, además, incluía la necesidad de establecer relaciones “fructíferas” para el desarrollo sustentable con los movimientos sociales y sus organizaciones.
Fue así como, acompañando las privatizaciones de los servicios del Estado, la creciente desocupación y precarización del trabajo, tanto el Banco Mundial como otros organismos financieros internacionales comienzan a plantearse reformas en los objetivos de financiamiento y en la relación con las organizaciones sociales. Cuando la mayor parte del programa “neoliberal” ya se había implementado, el Banco Mundial priorizó la financiación de programas sociales bajo los lemas de la participación y la transparencia, reapropiándose de los discursos críticos a su propio accionar. Las organizaciones no gubernamentales fueron las ejecutoras privilegiadas de sus proyectos asistencialistas focalizados.
El Banco Mundial como el resto de las agencias de financiamiento cumplieron, en este período, un papel político e ideológico muy importante en relación con el control social. Los intelectuales, antiguamente izquierdistas, se transformaron en tecnócratas progresistas que asumieron la responsabilidad de colaborar en estos proyectos de gobernabilidad, desarrollo sustentable, etc. Estos “postmarxistas”, administrando las ong’s no colaboraron en reducir el impacto económico de una manera sustancial, pero sí ayudaron enormemente en desviar a la población de la lucha por sus derechos.
La cooptación alcanzó cifras indiscutibles: según la información de la OECD, en 1970, las ong’s de los países latinoamericanos recibieron 914 millones de dólares; en 1980, la cifra ascendió a 2.368 millones de dólares y en 1992, rondó los 5.200 millones. Es decir que, en veinte años, el dinero destinado a las ong’s se incrementó en más de un 500%. A estos números habría que sumarles los subsidios otorgados por los gobiernos “del norte”, que de los 270 millones que dispusieron a mediados de los ’70, elevaron su cifra a 2.500 millones a comienzos de los ’90. En resumidas cuentas, las estadísticas de la OECD nos hablan de un aporte estatal y privado a las ong’s de alrededor de 10.000 millones de dólares, lo que representa la cuarta parte de la ayuda bilateral global.1
Muchas feministas, con cierto prestigio en el movimiento, con conocimientos específicos y una trayectoria política en la reivindicación de los derechos de las mujeres, formaron parte de esta tecnocracia que se sumó a los organismos multilaterales, las agencias de financiamiento, el Banco Mundial y las miles de ong’s, que se transformaron también en plataformas para el lanzamiento de carreras personales. Otras, se mantuvieron a la vera de los financiamientos y criticaron duramente estas tendencias, pero su voz fue minoritaria y su lucha –aunque reinvidicable– sólo hizo eco en el vacío que las rodeaba.
Las feministas autónomas de ATEM2, en nuestro país, denunciaban el proceso de oenegización que impregnó al movimiento con estas palabras: “La mayoría de estas ong’s, formadas por técnicas y profesionales, trabajan con las mujeres de ‘sectores populares’, de barrios pobres. Se presentan como mediadoras entre las agencias de financiamiento y los movimientos de mujeres y formulan programas para los mismos, brindando servicios que van desde talleres y cursos de todo tipo a la distribución de comida, la organización de ollas populares, planificación familiar (control de la natalidad), etc. Esta relación, que implica diferencias de clase, de poder y de acceso al manejo de recursos, genera vínculos jerárquicos y tensiones entre las mujeres de las ong’s y las de los movimientos con que trabajan, además de las competencias entre las profesionales por los financiamientos.”3
El neoliberalismo, a través de mecanismos como éstos, despolitizó a los movimientos sociales, incluyendo al feminismo. Como señalan muchas feministas autónomas, a las ong’s se las terminó confundiendo con el movimiento mismo, a sus proyectos financiados y sus trabajos rentados se los confundió con “acciones”, como si se tratara de las mismas acciones que los movimientos realizan como reclamos, exigencias y denuncias en la lucha por un cambio radical. En síntesis, las políticas neoliberales que se iniciaron en la década del ’80 y que en nuestro continente alcanzaron su punto culminante durante la década del ’90, hicieron que el movimiento feminista se fragmentara y privatizara.
“¿Existe otro punto de partida normativo para la teoría feminista que no requiera la reconstrucción o la puesta bajo la luz de un sujeto femenino que no puede representar, y mucho menos emancipar, el conjunto de seres corpóreos que se encuentran en la posición cultural de mujeres?”
Judith Butler
ANDREA D´ATRI
Los ’90: Oenegización y tecnocracia de género
La década del ’90 comenzó con la derrota de Irak en la Primera Guerra del Golfo, en manos de una enorme coalición militar de potencias imperialistas, lo que a su vez permitió redoblar el ataque sobre el resto del mundo semicolonial. Se profundizaron la “apertura” de las economías a los monopolios internacionales y la transformación de países como el nuestro en “mercados emergentes” que sirvieron sólo para la rápida “emergencia” de capitales “golondrinas”.
Ante semejante expoliación imperialista, los organismos financieros internacionales percibieron lo ineludible: el ataque despertaría, probablemente, la respuesta de quienes lo perdieron todo. La “gobernabilidad” fue entonces el nombre que los tecnócratas encontraron para el problema que se avecinaba. La gobernabilidad que podría traducirse como el conjunto de condiciones necesarias para sostener el proceso de reformas evitando la irrupción de los movimientos de masas y que, además, incluía la necesidad de establecer relaciones “fructíferas” para el desarrollo sustentable con los movimientos sociales y sus organizaciones.
Fue así como, acompañando las privatizaciones de los servicios del Estado, la creciente desocupación y precarización del trabajo, tanto el Banco Mundial como otros organismos financieros internacionales comienzan a plantearse reformas en los objetivos de financiamiento y en la relación con las organizaciones sociales. Cuando la mayor parte del programa “neoliberal” ya se había implementado, el Banco Mundial priorizó la financiación de programas sociales bajo los lemas de la participación y la transparencia, reapropiándose de los discursos críticos a su propio accionar. Las organizaciones no gubernamentales fueron las ejecutoras privilegiadas de sus proyectos asistencialistas focalizados.
El Banco Mundial como el resto de las agencias de financiamiento cumplieron, en este período, un papel político e ideológico muy importante en relación con el control social. Los intelectuales, antiguamente izquierdistas, se transformaron en tecnócratas progresistas que asumieron la responsabilidad de colaborar en estos proyectos de gobernabilidad, desarrollo sustentable, etc. Estos “postmarxistas”, administrando las ong’s no colaboraron en reducir el impacto económico de una manera sustancial, pero sí ayudaron enormemente en desviar a la población de la lucha por sus derechos.
La cooptación alcanzó cifras indiscutibles: según la información de la OECD, en 1970, las ong’s de los países latinoamericanos recibieron 914 millones de dólares; en 1980, la cifra ascendió a 2.368 millones de dólares y en 1992, rondó los 5.200 millones. Es decir que, en veinte años, el dinero destinado a las ong’s se incrementó en más de un 500%. A estos números habría que sumarles los subsidios otorgados por los gobiernos “del norte”, que de los 270 millones que dispusieron a mediados de los ’70, elevaron su cifra a 2.500 millones a comienzos de los ’90. En resumidas cuentas, las estadísticas de la OECD nos hablan de un aporte estatal y privado a las ong’s de alrededor de 10.000 millones de dólares, lo que representa la cuarta parte de la ayuda bilateral global.1
Muchas feministas, con cierto prestigio en el movimiento, con conocimientos específicos y una trayectoria política en la reivindicación de los derechos de las mujeres, formaron parte de esta tecnocracia que se sumó a los organismos multilaterales, las agencias de financiamiento, el Banco Mundial y las miles de ong’s, que se transformaron también en plataformas para el lanzamiento de carreras personales. Otras, se mantuvieron a la vera de los financiamientos y criticaron duramente estas tendencias, pero su voz fue minoritaria y su lucha –aunque reinvidicable– sólo hizo eco en el vacío que las rodeaba.
Las feministas autónomas de ATEM2, en nuestro país, denunciaban el proceso de oenegización que impregnó al movimiento con estas palabras: “La mayoría de estas ong’s, formadas por técnicas y profesionales, trabajan con las mujeres de ‘sectores populares’, de barrios pobres. Se presentan como mediadoras entre las agencias de financiamiento y los movimientos de mujeres y formulan programas para los mismos, brindando servicios que van desde talleres y cursos de todo tipo a la distribución de comida, la organización de ollas populares, planificación familiar (control de la natalidad), etc. Esta relación, que implica diferencias de clase, de poder y de acceso al manejo de recursos, genera vínculos jerárquicos y tensiones entre las mujeres de las ong’s y las de los movimientos con que trabajan, además de las competencias entre las profesionales por los financiamientos.”3
El neoliberalismo, a través de mecanismos como éstos, despolitizó a los movimientos sociales, incluyendo al feminismo. Como señalan muchas feministas autónomas, a las ong’s se las terminó confundiendo con el movimiento mismo, a sus proyectos financiados y sus trabajos rentados se los confundió con “acciones”, como si se tratara de las mismas acciones que los movimientos realizan como reclamos, exigencias y denuncias en la lucha por un cambio radical. En síntesis, las políticas neoliberales que se iniciaron en la década del ’80 y que en nuestro continente alcanzaron su punto culminante durante la década del ’90, hicieron que el movimiento feminista se fragmentara y privatizara.
Performatividad, parodia y democracia radical
Acompañando este proceso, a nivel de las elaboraciones teóricas, durante la década del ’90 adquirieron mayor influencia las tendencias postestructuralistas. Más allá de la amplísima variedad de posiciones teóricas, ideológicas e incluso de los compromisos militantes en relación a los movimientos sociales, quien tuvo mayor difusión y preponderancia en el debate feminista de este período fue Judith Butler.
Judith Butler es profesora de Filosofía en los Departamentos de Retórica y de Literatura Comparada en la Universidad de California, Berkeley, aunque ya ha adquirido notoriedad en ámbitos académicos y movimientos de activistas y sus libros han sido traducidos a otros idiomas. El libro que mayor debate ha generado fue El género en disputa, aparecido en inglés en 1990 y que fuera traducido al español casi una década más tarde. En el prefacio a la edición de 1999 en español, Butler sostiene que su propósito es criticar el supuesto heterosexual del feminismo y que lo hará desde la óptica del postestructuralismo, es decir, mediante la deconstrucción de las categorías de sexo, género, deseo, etc. Se pregunta de qué manera las prácticas sexuales no - normativas ponen en tela de juicio la estabilidad del género como categoría de análisis.
Según Butler, las minorías serían respetadas si se transformaran las estructuras culturales valorativas subyacentes a la dicotomía normativa homosexual - heterosexual. La solución alternativa a este binarismo –en que la homosexualidad es el correlato devaluado de la construcción de la heterosexualidad– radicaría, entonces, en la práctica negativa de la deconstrucción que implica desenmascarar aquella represión fundante y excluyente que estaría en la base de toda identidad. Por ello, presentará como conclusión los lineamientos generales de su Teoría de la Performatividad de Género, postulando que sólo las prácticas paródicas trastornan las categorías del cuerpo, el sexo, el género y la sexualidad.
Inscripta en el irracionalismo filosófico contemporáneo (tal como se despliega a partir de Nietzsche y Heidegger como críticos de la metafísica de la sustancia y es continuado por Derrida, con el postestructuralismo deconstructivista), e incorporando diferentes aspectos del giro lingüístico propiciado por Wittgenstein y Austin, su trabajo consistirá en trazar una crítica genealógica de inspiración foucaultiana a las categorías identitarias, investigando los intereses políticos que hay en designar como origen y causa de las mismas aquello que considera el efecto de las instituciones, las prácticas y los discursos. Su objetivo es responder a este interrogante: “Me pregunté entonces: ¿qué configuración de poder construye al sujeto y al Otro, esa relación binaria entre hombres y mujeres y la estabilidad interna de esos términos?”4 Pero lo que trasciende al texto y le otorga un lugar significativo en el debate académico y político es que se enmarca en la discusión sobre las alternativas a la globalización y la lucha por el reconocimiento de los nuevos movimientos sociales que estarían surgiendo como respuesta al pensamiento único y su materialización en políticas neoliberales.
Su búsqueda de una estrategia deconstructiva del principio binario de inteligibilidad sexual intenta responder a este contexto histórico en el que se replantea, según la autora, la necesidad de ejes múltiples de lucha contra la opresión. Según Chantal Mouffe la pregunta que se hace Butler sobre la agencia abre nuevas posibilidades políticas: “En Gender Trouble, Judith Butler se pregunta: ‘¿Qué nueva forma de política emerge cuando la identidad como una base común ya no constriñe el discurso de la política feminista?’ Mi respuesta es que visualizar la política femenina de esa manera abre una oportunidad mucho más grande para una política democrática que aspire a la articulación de las diferentes luchas en contra de la opresión. Lo que emerge es la posibilidad de un proyecto de democracia radical y plural.”5
Las profundas controversias que ha suscitado en el movimiento feminista y en otros ámbitos se deben a sus radicales conclusiones y su extraña propuesta de subversión política. El marco de discusión política en el cual se desarrollan las nuevas teorías es el del debate centrado, fundamentalmente, en lo que se ha denominado “postmarxismo”, que sostiene la idea de una democracia radical y pluralista, algo que la feminista Nancy Fraser ha denominado “la condición postsocialista”. Mientras el multiculturalismo pregonaba una concepción positiva de las diferencias identitarias para promover su inclusión, una nueva conceptualización emerge definiendo a las identidades como construcciones discursivas represivas y excluyentes. Judith Butler es un ejemplo paradigmático de este segundo enfoque. Para esta autora, la categoría mujer, como representación de valores y características determinadas, es normativa y por tanto, excluyente. Su posicionamiento político frente a esta disyuntiva –a diferencia de la respuesta que intenta el multiculturalismo– no pasa por la combinación “políticamente correcta” de los diversos atravesamientos que constituyen al sujeto en sus múltiples identidades. Ella proclamará, más bien, la absoluta prescindencia de toda identidad. En su artículo Problemas de los géneros, teoría feminista y discurso psicoanalítico, sostiene: “¿Existe otro punto de partida normativo para la teoría feminista que no requiera la reconstrucción o la puesta bajo la luz de un sujeto femenino que no puede representar, y mucho menos emancipar, el conjunto de seres corpóreos que se encuentran en la posición cultural de mujeres?”6La pregunta es retórica porque Butler ya tiene una posición tomada al respecto. Su respuesta es que la crítica del sujeto –tal como ha sido formulada por el postestructuralismo– no debe limitarse a la rehabilitación de sus múltiples determinaciones interrelacionadas, en el sentido del sujeto de coalición pluralista que pregona el multiculturalismo: la identidad es ficticia. El cuerpo generizado no tiene un status ontológico por fuera de los actos que lo constituyen. Son los discursos sociales sobre la superficie del cuerpo los que crean la falsa convicción de una identidad, de una esencia interior, a posteriori. El efecto último de esta repetición actual es la aparición de la sustancia, convirtiendo al género aparentemente en una expresión natural de los cuerpos. Esta repetición institucionaliza al género, volviéndolo rígido. Para Butler: “... actos y gestos, deseos actuados y articulados crean la ilusión de un núcleo interior y organizativo del género, una ilusión mantenida discursivamente para regular la sexualidad dentro del marco obligatorio de la heterosexualidad reproductiva.”7
El orden simbólico es presupuesto como el ámbito de la existencia social que se reproduce en los gestos reiterados una y otra vez, ritualizados, desde los cuales los sujetos asumen su lugar en este orden, entonces, queda abierta la posibilidad de modificar los contornos simbólicos de la existencia a través de la performatividad de actuaciones desplazadas paródicamente. Claro está que, cuando habla de “parodia”, Butler no supone la existencia de un original a ser imitado. Por el contrario, la parodia es la expresión misma de que ese original no existe, es la parodia de la noción de una identidad original. Las figuras de la drag queen, de la travesti, del transexual y el transgénero, las figuras lésbicas butch / femme, etc. son las producciones que se presentan como una imitación de una identidad de género que nunca ha existido. En el desplazamiento mismo de estas significaciones, según Butler, se sugiere la apertura a la resignificación y recontextualización de las identidades de género. En una entrevista con Regina Michalik de la revista feminista Lola Press, la filósofa estadounidense señaló: “Para mí, queer es una expresión que desea que uno no tenga que presentar una tarjeta de identidad antes de ingresar a una reunión. Los heterosexuales pueden unirse al movimiento queer. Los bisexuales pueden unirse al movimiento queer. Ser queer no es ser lesbiana. Ser queer no es ser gay. Es un argumento en contra de la especificidad lesbiana. Que si soy lesbiana tengo que desear de cierta forma o si soy gay tengo que desear de cierta forma. Queer es un argumento en contra de cierta normativa, de lo que constituiría una adecuada identidad lesbiana o gay”. En palabras de la teórica feminista Rosi Braidotti: “Al atacar la ficción normativa de la coherencia heterosexual, Butler demanda que las feministas produzcan todo un conjunto de nuevos géneros de la no coherencia.”8
El antiesencialismo deconstructivista de Butler, en su afán por eliminar las identidades, presupone un signo de equivalencias entre las mismas, sin preguntarse cuáles son las que se arraigan en el sostenimiento del statu quo de un orden de dominación determinado y cuáles son las que, al reivindicarse, se oponen a las relaciones sociales de opresión existentes. Para Butler esto es así porque, siguiendo a Foucault, sostiene que los sujetos se constituyen a través de la exclusión; es decir, las políticas de subjetivación encierran necesariamente las prácticas de la sujeción. Siempre que se constituya un sujeto, se constituirá lo abyecto como la exclusión normativa y necesaria para la existencia del primero. Y toda resistencia al poder será siempre, inevitablemente, un nuevo discurso de poder, en el pleno sentido foucaultiano.
La liberación de las mujeres, en esta nueva teoría posmoderna, podría interpretarse mejor como la liberación de la propia identidad, que es lo verdaderamente opresivo. Ni la sociedad, ni el patriarcado, ni el género... ¡ni siquiera los varones! tendrían responsabilidad alguna en la definición de la opresión de la mitad del planeta. Si de algo debemos emanciparnos las mujeres, según Butler, es de esta pesada definición ontológica represiva y exluyente de nuestra identidad “mujer”. Según las palabras de la propia autora de Gender Trouble, la transformación, entonces, es subversiva por lo siguiente: “... la proliferación paródica impide a la cultura hegemónica y a su crítica afirmar la existencia de identidades de género esencialistas o naturalizadas. Aunque los significados de género adoptados en estos estilos paródicos evidentemente forman parte de la cultura hegemónica misógina, de todas maneras se desnaturalizan y movilizan a través de su recontextualización paródica. En tanto que imitaciones que efectivamente desplazan el significado del original, imitan el mito de la originalidad en sí.”9
Para Judith Butler hay lo que define como una “risa subversiva” como efecto de las prácticas paródicas. La autora sobrestima el potencial subversivo de la performance con relación a la constitución de los sujetos generizados o las identidades de género al punto de no plantearse la reestructuración total de ese orden simbólico hegemónico que tiene su fundamento en un orden social históricamente determinado de exclusiones, apropiaciones y opresiones materiales. Este es el nudo del pensamiento butleriano con el cual se enlaza la política de una democracia pluralista, ya que según Chantal Mouffe: “El objetivo de una política democrática, por tanto, no es erradicar el poder, sino multiplicar los espacios en los que las relaciones de poder estarán abiertas a la contestación democrática. En la proliferación de esos espacios con vistas a la creación de las condiciones de un auténtico pluralismo agonístico, tanto en el dominio del Estado como en el de la sociedad civil, se inscribe la dinámica inherente a la democracia radical y plural.”10 La tesis butleriana según la cual no hay un hiato dicotómico entre la lucha económica y la lucha “meramente cultural”, porque la forma social de la reproducción sexual es inherente al núcleo mismo de las relaciones sociales de producción –en el sentido de que la familia heterosexual es el basamento de las relaciones capitalistas de propiedad, intercambio, explotación, etc.– la conduce a sostener que, entonces, la lucha específica contra la heterosexualidad normativa –de alcanzar sus objetivos emancipadores– socavaría al modo de producción.
Sin embargo, sus elaboraciones, poniendo como horizonte teórico y práctico la democracia radical y pluralista no dejan de trascender lo político cultural. Lo político no consistiría en la defensa de los derechos de determinadas identidades preconstituidas, sino en la precariedad y el desplazamiento permanente de dichas identidades. Esta práctica política es la que cuestionaría la democracia convirtiéndola en radical y pluralista. Pero para ello, es obvio, hubo que renunciar previamente a toda pretensión de eliminar el poder, tal como sostienen también los politólogos autodenominados postmarxistas.
La política, entendida en estos términos, se convierte en un juego con el poder al modo de los juegos infantiles de las escondidas: la indefinición, la no-aceptación de identidades determinadas, el nomadismo es lo que, supuestamente, obligaría al poder a nuevas y móviles definiciones exclusorias, es decir, lo desestabilizaría. Este modelo de democracia radical no consiste, entonces, en la inclusión total de las diferencias, lo que sería imposible. Aunque siempre habrá identidades y grupos discriminados, el objetivo político es no permitir que esta discriminación quede fijada estructuralmente ni sea el sitio discursivo de la discriminación a priori. El ideal máximo al que puede aspirar la sociedad democrática es el de que ningún agente social se arrogue el derecho de representación de la totalidad y, por el contrario, cada uno esté dispuesto a aceptar el carácter particular y limitado de sus propias reivindicaciones. Según palabras de Mouffe, los agentes sociales deben reconocer que es imposible eliminar el poder existente en sus mutuas relaciones.
Como señalan algunas de sus críticas, Butler no concuerda con ningún proyecto que busque establecer las normas o requerimientos de la vida política por adelantado, antes que la acción política misma. Para Butler, el significante político es políticamente efectivo precisamente en razón de su imposibilidad de describir o representar de modo completo, aquello que nombra. Siguiendo las elaboraciones de los postmarxistas Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sostiene que, en la medida en que tales significantes son siempre incompletos en sí mismos, pueden y deben ser perpetuamente rearticulados entre sí permitiendo la producción de nuevas posiciones subjetivas y nuevos significantes. Aquí radica el potencial político y teórico democrático radical. Para la filósofa norteamericana, dejar la categoría “mujeres” abierta, sin referencias fijas o determinadas, posibilita el desafío de su transformación y resignificación permanentes para el feminismo.
Consumismo, individualismo y escepticismo
Por el contrario, sostenemos que la lógica del capital más bien integra, reabsorbe, incluye y neutraliza las diferencias, mercantilizándolas, como posiciones deseantes de variados consumidores. El nomadismo más que constatarse como la subversión de las convenciones establecidas se constituye en el basamento de una insaciabilidad permanente que retroalimenta adecuadamente el consumismo de los incluidos. Si es así, la performance y el desplazamiento permanente de las posiciones identitarias, más que convertirse en herramientas perturbadoras del discurso hegemónico, se transforman en nichos clientelares de nuevos mercados; una diversidad sin diferencias específicas, es decir, una constelación de singularidades fetichizadas.
Butler se sitúa en la discusión igualdad – diferencia que atraviesa la historia teórica, práctica y programática del movimiento feminista desconociendo sus términos. Como señala la argentina María Luisa Femenías: “Si no hay género diferente del sexo, ni hay diferencia sexual binaria como dato del cuerpo, ni hay discontinuidad reificada, ni hay tampoco igualdad o diferencia homologables, y todas ellas son sólo construcciones lingüísticas prescriptivas y prácticas confirmatorias, no hay en definitiva dilema alguno. Tanto Beauvoir como Irigaray fracasaron ex initio, y Butler ‘soluciona’ el dilema por simple desconocimiento de sus términos.”11
Pero, como bien señala Terry Eagleton, gran parte del posmodernismo es “políticamente opositor pero económicamente cómplice”. Apuntar la artillería contra la concepción universalista del hombre abstracto, contra los valores absolutos y la metafísica del ciudadano es sólo un aspecto de la lucha teórica e ideológica que está planteada. El sistema capitalista sostiene este aspecto mientras descansa en la pluralidad del deseo y la fragmentación de la producción social. Toda singularidad de los valores de uso de la economía es subsumida a la abstracción universalizable del valor de cambio. Toda particularidad de los sujetos individuales es subsumida en el derecho y la justicia bajo la figura del ciudadano. Cuestionar sólo esta arbitrariedad de la universalización en el plano jurídico y político, conlleva al sostenimiento indiscutible de sus bases materiales ancladas en las estructuras económicas de las relaciones sociales de producción..
El feminismo y todo movimiento emancipatorio debe tener en cuenta esta perspectiva cuando, más que nunca, el capitalismo se ha transformado en un sistema total(itario) a escala planetaria. Dice Slavoj Zizek: “Hoy, la teoría crítica –bajo el atuendo de ‘crítica cultural’– está ofreciendo el último servicio al desarrollo irrestricto del capitalismo al participar activamente en el esfuerzo ideológico de hacer invisible la presencia de éste: en una típica ‘crítica cultural’ posmoderna, la mínima mención del capitalismo en tanto sistema mundial tiende a despertar la acusación de ‘esencialismo’, ‘fundamentalismo’ y otros delitos.”12
El feminismo si pretende retomar las banderas de la emancipación de las mujeres de toda opresión no debería aceptar los términos impuestos por esta trampa postmoderna. El recurso a la amenaza totalitaria basada en los universalismos con el que los defensores de la democracia plural hacen frente a las posiciones de la izquierda, no tiene destino; por el contrario, obliga a revisar la historia del totalitarismo que siempre, indefectiblemente, se sustenta en la suspensión de la legalidad desde una postura identitaria particular, es decir, en la eliminación de toda pretendida universalidad.
En la perspectiva del materialismo dialéctico e histórico, tampoco la universalidad de este sistema es neutral: encierra la contradicción de la explotación de una clase por otra. Tomar partido en esta contradicción por la clase explotada, es la única vía para alcanzar la universalidad de la emancipación de toda dominación. No hay solución a la trampa de la universalidad moderna desde los particularismos identitarios. Ni siquiera con el nomadismo permanente de las figuras paródicas de Butler que escaparían a toda reivindicación de identidad. Siempre habrá cooptación de los costados más revulsivos de los movimientos sociales mientras éstos no cuestionen las bases fundantes del sistema capitalista. Reduciendo la lucha a meras batallas por el reconocimiento no alcanza.
Si Butler teoriza sobre sexo / género es por su interés en pensar las condiciones de posibilidad de una democracia radical. Y, viceversa: su elaboración sobre la democracia se basa en un intento de pensar el “espacio” político radical donde puedan ser incluidos también los cuerpos que hoy “no” importan. Pero su preocupación política opera en los marcos nunca explicitados del sistema capitalista, donde la explotación es lo indecible y la producción es meramente simbólica. Ese capitalismo imposible de pronunciar es el límite incuestionable de la imaginación política, lo “no dicho” y por tanto, incapaz de ser deconstruido.
Un sistema donde, además, cualquier intento de oposición se verá limitado a una mera rearticulación del horizonte de lo incluido, pero en el mismo acto, se verá constreñido a actuar como un nuevo discurso regulador. Butler lo sostiene explícitamente en el libro escrito junto a Laclau y Zizek, donde señala: “... esto sucede cuando pensamos que hemos encontrado un punto de oposición a la dominación y luego nos damos cuenta de que ese punto mismo de oposición es el instrumento a través del cual opera la dominación, y que sin querer hemos fortalecido los poderes de dominación a través de nuestra participación en la tarea de oponernos. La dominación aparece con mayor eficacia precisamente como su ‘Otro’. El colapso de la dialéctica nos da una nueva perspectiva porque nos muestra que el esquema mismo por el cual se distinguen dominación y oposición disimula el uso instrumental que la primera hace de la última.”13
Para Judith Butler, los límites democráticos del liberalismo son una cuestión del orden de lo cuantitativo. En el mismo libro, sostiene: “Lo que yo entiendo como hegemonía es que su momento normativo y optimista consiste, precisamente, en las posibilidades de expandir las posibilidades democráticas, para los términos claves del liberalismo, tornándolos más inclusivos, más dinámicos y más concretos.”14 La práctica política de los movimientos sociales –en la única acepción que entiende la autora, es decir, como movimientos sociales identitarios– debería trazarse como objetivo la expansión de los términos de “lo ciudadano“ y “lo humano” en un sistema que entiende a los derechos humanos y ciudadanos como pilares fundamentales del funcionamiento democrático, pero que al definir sus contenidos, normativiza y por lo tanto excluye produciendo lo abyecto. Esta expansión sólo podría garantizarse vaciando el significante político de cualquier significado prefijado porque toda significación pretendidamente universal, será irremisiblemente particular y por lo tanto represiva en el acto performativo de definir su identidad. Para ello, es necesario aceptar la semiotización de la política, una operación que los autores de Contingencia, hegemonía y universalidad dan por sentada. Pero su punto de partida no por obliterado es menos construido que otros, como por ejemplo, el de suponer la política como la acción de ciudadanos abstractamente iguales en un Estado también despojado de su carácter de clase.
La diferencia cumple el papel, en las elaboraciones butlerianas, precisamente de un “fetiche teórico que repudia las condiciones de su propia emergencia”, para utilizar una expresión de la autora. Pero siempre que hay diferencia es diferencia para algún otro al que le resulta significativa. La significación de un factum como “diferencia” sólo puede ocurrir si hay una norma, es decir, un ámbito del orden de la validez donde ese factum es significado, comprendido. No hay posibilidad de nombrar a la diferencia sino es por referencia a un sistema de normas que operan sobre la mera facticidad otorgándole significancia. La “ideologización” de la diferencia como “diferencia” es la consecuencia de un proceso histórico – constructivo cuya estructura alcanzada actuará de manera regulatoria a posteriori, invisibilizando las huellas de su génesis. Como un “fetiche teórico que repudia las condiciones de su propia emergencia”, las formas no heterosexuales de la sexualidad serán lo abyecto, las marcas identificatorias pertinentes de los cuerpos que no importan, mientras la heterosexualidad obligatoria aparecerá en escena presentándose a sí misma como norma ahistórica, natural e inmutable. En su presencia indivisible e incuestionable desdibuja el proceso histórico transcurrido a través de aberraciones crueles y sanguinarias por el cual el deseo fue normativizado, reprimido y ordenado según una racionalidad que entiende a la sexualidad como reproducción y a la reproducción como mera reproducción de fuerza de trabajo. Porque “el poseedor de la fuerza de trabajo es un ser mortal. Por tanto, para que su presencia en el mercado sea continua, como lo requiere la transformación continua de dinero en capital, es necesario que el vendedor de la fuerza de trabajo se perpetúe, ‘como se perpetúa todo ser viviente por la procreación.’ ”15
La semiosis infinita que Butler postula como ideal a alcanzar con la de mocracia radical y plural ya está presente. No es otra que la imagen fetichista que ofrece la sociedad civil, el mercado, aquella forma de manifestarse que tiene la práctica eminentemente humana. Un libre mercado, donde hombres libres intercambian las mercancías que circulan de manera ininterrumpida (¿infinita?). Allí es donde la imagen aparente obtura la inteligibilidad de los mecanismos de la extracción de plusvalía. La circulación libre e infinita de mercancías es la contracara de la explotación. La democracia de los ciudadanos libres, fraternos e iguales, tiene necesariamente que incluir como contrapartida para su realización la existencia de una clase que ha expropiado históricamente a la humanidad de los medios de producción. El contrato de trabajo entre hombres libres e iguales oculta la explotación al mismo tiempo que es la forma necesaria que adquiere en el modo de producción capitalista, en los estados “modernos” burgueses. Pero el juez y el policía cancelan la semiosis infinita de la igualdad ciudadana, cuando la propiedad privada y la libertad del contrato de trabajo se ven amenazadas por la acción de las clases subalternas. La apariencia voluntaria del contrato encubre la violencia de la expropiación originaria; la democracia, mientras tanto, bajo la aparentemente libre elección de los representantes, disfraza la dominación de aceptación también voluntaria.
Judith Butler eleva a modelo ideal (universal) precisamente la “universalidad irrealizada” que es la condición estructural del Estado democrático burgués, basado en la explotación capitalista. Jamás podría ser “más inclusión” el objetivo práctico de una política emancipatoria que reconociera el juego de espejos del capital y el Estado, es decir, que la expropiación y la explotación son “el lado oscuro” intrínsecamente fusionado con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. A Butler, sus escasas aspiraciones libertarias le hacen postular que “el compromiso con una concepción de democracia que tenga futuro, que se mantenga no restringida por la teleología y que no sea equivalente a ninguna de sus realizaciones exige una demanda diferente, una demanda que postergue permanentemente la realización.”16 Los abyectos, por el contrario, inconformes con la postergación infinita, soñamos con las alas que sabemos encerradas en nuestros mismos vientres de crisálidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario